Anastasia camina en silencio hasta el fregadero. La sigo con la mirada, la cotidianeidad de sus movimientos, sintiéndome como un niño al que le invitan a una fiesta de pijamas por primera vez. No estoy cómodo fuera de mi elemento. No estoy cómodo fuera de mi apartamento pero, por algún motivo, con Anastasia puedo sentarme en el suelo a comer un sucedáneo de comida china, y sentirme bien. Como si, de alguna manera, el hecho de que esa casa sea la suya me hiciera pertenecer a ella.

- Christian, ¿todavía tienes las bolas esas de plata?

¿Las bolas de plata? Oh, dios, esta noche se presenta suculenta… lástima que no las tenga, pero lo que sí tengo son recursos suficientes para que no las eche de menos. Juguetón, me palpo el torso, los bolsillos, como si las estuviera buscando.

- Muy graciosa, Ana. No, justo hoy no las llevo encima. No voy por ahí con un juego de bolas chinas de placer en el bolsillo. En el despacho no suelen serme de mucha utilidad.

- No sabe cuánto me alegra oír eso, señor Grey –dice, dejando los platos en el fondo del fregadero y aclarándose las manos antes de venir hacia mí-. Creía que el sarcasmo era la expresión más baja de la inteligencia.

- Ay, Anastasia, mi nuevo lema es “Si no puedes vencer al enemigo, únete a él” –respondo, pensando que lo que sí que es baja es mi guardia, y Anastasia es muy rápida.

Detrás de mí está el frigorífico. Busco la manilla del congelador y lo abro. En su interior apenas hay nada, pero sí una tarrina de helado. De vainilla. Un Ben & Jerry. No es mi preferido, pero es de vainilla. Y es helado. Lo saco.

- Esto servirá: Ben & Jerry & Anastasia.

Busco en los cajones de la encimera hasta que doy con una cuchara. Mi miembro empieza a endurecerse de nuevo debajo de mis pantalones mientras pienso en cómo va a seguir la velada.

- Espero que estés calentita, Anastasia, porque voy a enfriarte con esto. Ven –digo, tendiéndole la mano.

Anastasia la toma, y nos dirigimos de nuevo a su habitación. Ella mira alrededor, buscando los restos de nuestra cena, visiblemente preocupada por si hemos dejado algo sobre la alfombra persa de los padres de Kate. Adivinando su preocupación, recojo las dos copas que aún estaban en el suelo, y la botella. Las dejo en el fregadero junto al wok vacío y los platos, y vuelvo a tomar su mano.

- Vamos a tu habitación, nena –digo.

Una vez allí, dejo el helado en la mesilla de noche para tener las manos libres. De la cama tomo dos cojines y los aparto: hay demasiada parafernalia. Busco algo con lo que atar sus muñecas al cabecero de la cama, y no veo nada salvo… el cinturón de su bata.

- ¿Tienes sábanas de repuesto? Puede que estas terminen un poco llenas de vainilla…

- Sí, sí que tengo –dice con más jadeo que timbre en la voz.

- Bien. Acércate.

Tiro del cordón de su bata.

- Quiero atarte –digo, mientras me mira en silencio. Sumisa. Sumisa. Así me gusta.

- Está bien.

- Tranquila –añado-, sólo voy a atarte las manos, nada más. Usaremos esto.

Tiro del todo del cordón para sacarlo de las trabillas de la bata, que se abre, mostrándome la majestuosidad del cuerpo desnudo de Anastasia. Sus pechos turgentes que empiezan a tensarse con la excitación, el vello púbico, corto, suave, el arranque de sus muslos, con todo lo que esconden, su vientre prodigioso… Tiro la bata al suelo.

- Túmbate –ordeno-. Ponte boca arriba en la cama.

Anastasia obecede, despacio. Sus ojos brillan, su piel tiembla levemente, sus ojos buscan los míos, buscan el helado, me mira como preguntándome qué vendrá ahora, pero no dice nada. Obedece.

- Las manos por encima de la cabeza. Oh, eres tan bonita… Podría pasarme el día entero mirándote. Y no me cansaría.

Con un extremo del cinturón amarro una de sus manos y, diestramente, ato la otra pasando la tela entre los barrotes del cabecero de la cama. Pero aún está demasiado suelto. No importa. No quiero que se canse aún. Cuando la tengo bien atada, salto de la cama, y me desnudo yo también, liberando mi erección. Tiro al suelo la ropa y avanzo hacia los pies de la cama. Tomo a Anastasia por los tobillos, y tiro de ella hacia abajo. Es hora de empezar.

- Así está mejor –digo, cuando veo sus brazos tensos, inútiles para el movimiento.

Dejo que me mire en silencio, mientras deshago el camino para llegar de nuevo al cabecero de la cama, donde está el helado bajo una lamparita que da una tenue luz. Con el helado en una mano y la cuchara en la otra, me coloco a horcajadas sobre Anastasia, sin ejercer presión. Sus enormes ojos me escrutan a través de las pestañas. Tomo una cucharada de helado.

- Aún está duro pero –lo pruebo-… hummm… es delicioso. Es increíble lo buena que está la vainilla, con lo aburrida que suena ¿Te gustaría probarlo? –pregunto, seguro de que me diga lo que me diga, aún no lo va a probar.

- Aham… -dice ella.

Pongo de nuevo un poco de helado en la cuchara, que con el calor de mi lengua hace que se hunda con más facilidad en la tarrina. Lo acerco a su boca y, cuando sus labios se abren, lo devuelvo a la mía. Todavía no, Anastasia. Hay que retrasar el placer para que sea extremo.

- Está demasiado bueno para compartirlo –me justifico. Pero ella ya sabe de qué va este juego, y sé que le gusta. El placer será mayor después. Y será este mismo helado el que haga que se corra violentamente.

- ¡Ehh! –se queja ella, tirando inútilmente de sus muñecas atadas.

- ¿Qué ocurre, señorita Steele? –pregunto- ¿Acaso le gusta la vainilla?

- ¡Sí! – dice, retorciendo sus caderas debajo de mí, como si quisiera echarme.

- En, eh –la regaño-, ¿esto qué es? ¿Tenemos ganas de pelea? Yo que tú no lo haría, Anastasia. Recuerda que soy yo quien tiene el poder ahora mismo. Y el helado.

- Por favor –musita-, quiero helado.

- Está bien, señorita. Le daré un poco de helado, pero sólo porque hoy se ha portado bien y me ha complacido mucho.

Vuelvo a calentar la cuchara con mi boca, con mi lengua, con mi respiración, y la hundo de nuevo en el bote. Saco una generosa porción, y se la acerco a los labios, que se abren sexys. Anastasia lame la cuchara, una vez, dos, tres.

- La verdad es que este es un buen método para asegurarme de que te alimentas: darte de comer a la fuerza. Creo que me podría acostumbrar…

La cuarta cucharada me la rechaza. Cierra con fuerza los labios y entramos en una lucha: yo no la aparto, y el helado se derrite, cayendo desde la cuchara por su barbilla, su cuello, su pecho, dándome una idea de lo que vendrá ahora…

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1 Comentarios

  1. MARY dice:

    WAU, cuanta imaginación, cuanto amor, cuanto deseo…. excelente relato.. me encanta

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