- No quieres involucrarme en esto pero el hecho de que una mujer me espíe y se presente en mi trabajo haciendo preguntas es prueba suficiente de que ya estoy involucrada en esto, sea lo que sea.

Tiene razón. Leila vino a mi casa la otra vez esperando encontrarla allí, y eso podía ser hasta cierto punto lo fácil. Rastrearla, encontrarla, ir hasta su trabajo y abordarla ya es otro nivel. No creo que pueda hacerle daño, pero no podemos correr ningún riesgo. Anastasia va a necesitar protección, y algo tengo que darle para que me deje protegerla.

- Por favor, Christian. Cuéntamelo –murmura.

- De acuerdo –cedo, levantándome del sofá y vago de un lado a otro de la habitación nerviosamente, como si caminar pudiera ayudarme a aclarar el hilo de la conversación-. No sé cómo te ha encontrado. Supongo que por la fotografía que publicaron en el diario de Portland. Ahí salíamos juntos y estaba tu nombre junto al mío. No lo sé…

Mierda, y es la verdad, no lo sé. Y necesito saber. Tengo que saber para poder dar con ella. Anastasia vierte el agua hirviendo sobre el té y un olor dulzón llena el aire. Busco la forma de contarle ordenadamente las cosas. Empezar por el principio. Georgia.

- Todo empezó la semana que te marchaste a Savannah. Mientras estábamos juntos en Georgia, Leila irrumpió en mi apartamento en el Escala, y montó una escena delante de Gail.

- ¿Gail? –me pregunta sorprendida.

- Gail es el nombre de pila de la señora Jones –respondo.

- ¿Y qué quieres exactamente con eso de que le montó una escena? –apoya las manos en la encimera en un gesto grave, preocupado-. Te estás guardando algo Christian, dímelo.

Su contundencia me descoloca. Anastasia no suele utilizar ese tono tan frío conmigo, tan duro. No desde el día fatal en el que me dijo que se iba, que no quería verme más, que estaba enfermo. Contarle lo de Leila es volver a lo que ella llama enfermedad, y temo abrir esa puerta.

- Ana, no sé cómo…

- Por favor, Chrisitan –dice, suavizando un poco el tono.

- Leila hizo un intento de suicidarse, se cortó las venas –suspiro.

- ¡Oh Dios mío! –Anastasia se cubre la boca con una mano escondiendo un grito.

- La señora Jones la llevó al hospital a tiempo de que la curasen, pero Leila consiguió escapar de allí antes de que yo llegara. Por eso me fui bruscamente de Georgia, aquella noche que no fui a cenar a tu casa, contigo y con tu madre.

Ana coloca la tetera y las tazas en una bandeja y se acerca al sofá, haciéndome un gesto con la cabeza para que me acerque a ella. Y yo sigo con la historia.

- La examinó un psiquiatra que dijo que no era más que una llamada de atención, un grito de auxilio. Que no corría verdadero peligro, y que en realidad no pretendía suicidarse. Pero yo no estoy tan seguro. Y desde entonces he estado tratando en vano de localizarla para ofrecerle mi ayuda, pero no he sido capaz de encontrarla.

Anastasia sirve el té en las tazas, y me pregunta:

- Y cuando montó la escena, como tú dices, ¿le dijo algo, a la señora Jones?

- No mucho –miento.

- ¿No has conseguido localizarla? ¿Ni a ella ni a su familia? Alguien tiene que saber dónde está –pregunta.

- No lo saben. Ni siquiera su marido sabe dónde encontrarla.

- ¿Está casada? –dice atónita.

- Sí, se casó hará unos dos años.

- Pero entonces, ¿cuando estuvo contigo ya estaba casada? –su tono de voz y su mirada denotan incredulidad.

- ¡No por Dios, Ana! No. Estuvimos juntos hace ya casi tres años. Después de aquello se marchó y algún tiempo después se casó con ese tipo.

- Ah –suspira, aliviada-. Pero, si se fue y se casó, ¿por qué está intentando llamar tu atención ahora, tanto tiempo después?

- No lo sé, Anastasia –admito, apesadumbrado, preocupado, temiendo que la respuesta sea que hace tres años ella hubiera querido ser la Anastasia de hoy, la mujer que me hiciera querer una vida con ella-. Sólo hemos conseguido averiguar que abandonó a su marido hace unos cuantos meses. Se fue.

Anastasia sopla el té de su taza, que echa humo, y da un pequeño sorbo.

- A ver si lo entiendo –recapitula-. ¿Leila fue tu sumisa hace tres años?

- Aproximadamente dos años y medio, sí.

- Pero ella quería más –sigue hilando Anastasia, y yo respondiendo.

- Así es.

- Y tú no querías más –su tono baja cuando dice esto, volviendo a temer que hubiera habido otras antes.

- Eso ya lo sabes, Anastasia –respondo, cansado.

- Y entonces ella te dejó.

- Exacto.

- Pero, entonces, ¿por qué quiere volver contigo ahora, dos años y medio después?

- No lo sé –respondo, mintiendo de nuevo.

- Pero tienes alguna sospecha –igual que yo miento de nuevo, ella lee entre las líneas de mi mentira que escondo una verdad.

- La verdad es que sospecho que tiene algo que ver contigo, Ana. ¿Por qué no me lo contaste ayer?

- No sé, se me olvidó, sencillamente.

Si lo hubiera sabido ayer habríamos ganado unas horas y el daño sería menor. Podríamos haber dado con ella antes y resolver de una vez por todas esta situación. En cualquier caso ha sido culpa mía. No tendría que haber relajado el dispositivo de vigilancia, y haber estado pendiente de todos y cada uno de los movimientos de Anastasia. Así habría dado con ella y habría asegurado su bienestar. El de las dos, de hecho. Limitamos la vigilancia a su casa, y fue un error. Nunca pensé que Leila sería capaz de ampliar el círculo de acoso de Anastasia más allá de mi casa, o de la suya. Si hubiéramos estado alerta, Leila estaría por fin bajo mis cuidados. Leila estaría bien. Y Anastasia también.

- Ya sabes, Christian, había quedado con mis compañeros del trabajo para tomar una copa de celebración de mi primera semana en la editorial, y luego llegaste tú –se encoje de hombros mientras lo dice, justificando su olvido-, y te dio el ataque de testosterona, y la competición con Jack a ver quién era más macho. Después vinimos aquí, y tú sueles tener el poder de hacer que me olvide de las cosas.

Sus ojos muestran una sonrisa pícara llena de helado de vainilla y de cenas en la alfombra de los padres de Kate.

- Ataque de testosterona? –le pregunto con una mueca, divertido.

- Sí hombre sí, el concurso de meadas que habéis protagonizado en el bar. Marcando el territorio.

- Ya te enseñaré yo lo que es un ataque de testosterona, nena –le digo acercando mi mano al único botón de mi camisa que tiene abrochado.

- ¿Y no prefieres tomar un té? –responde ella, sin apartarse, pero señalando con la cabeza mi taza, intacta, sobre la bandeja.

- No Ana, no prefiero una taza de té –digo, soltando con facilidad el botón, y dejando a la vista sus pechos. Me levanto del sofá, dejo su taza vacía sobre la mía, llena, y le tiendo una mano.

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