Los días pasan. Amanda ha dejado de llamar, creo que se resignó a que no le respondería.

Sé que me he portado mal con ella, pero, ahora mismo, no tengo las herramientas necesarias para solucionarlo.

Dejaré que el tiempo siga pasando y, quizás, algún día pueda llamarla y aclararle todo.

Por ahora, decido no pensar en eso.

Sigo yendo una vez por semana a ver al doctor Miller. Todavía no le he dicho demasiado, pero creo que a pesar de mi silencio nos llevamos bastante bien.

Pareciera que el doctor Miller es el único al que no le molesta mi silencio.

Todo el mundo me pregunta: “¿estás bien?” ,“¿por qué no hablas?”, “¿cómo te sientes?”. Odio que me hagan preguntas.

En cambio el doctor Miller hace afirmaciones que me dejan pensando. Y si no digo nada, no se asusta, ni se preocupa. Hasta pareciera que cree que es de lo más normal que así sea.

Un día viene a casa Tyler, el amigo de Elliot. Tyler también me trata con naturalidad.

Justo ese día sucede algo especial. Elliot tiene que ir a comprar unos libros con Grace para el colegio. No le gusta, pero debe hacerlo.

Tyler le dice que lo esperará en casa adelantando el trabajo que tienen que hacer.

Siento que a Elliot no le gusta la idea de que su amigo se quede en casa conmigo. Pero no puede decir nada.

Se va y le dice que espera que a su regreso el trabajo esté terminado. Tyler sonríe.

Después de un rato, Tyler se acerca.

“¿Quieres jugar un rato al futbol?”, me pregunta de repente.

No sé qué decirle.

Por un lado, tengo ganas. Me cae muy bien Tyler. Por otro, me da miedo que Elliot se enfade conmigo.

Tyler se ríe.

“¿Y entonces?, ¿quieres o no quieres?”

Hay cierta tranquilidad en sus palabras y su risa que también me tranquiliza.

“De acuerdo”.

Salimos y comenzamos a jugar.

Nos divertimos con el juego.

Todo está muy bien. Es un hermoso día de sol.

“En un hecho, lanzas muy bien. Te lo he dicho hace mucho ya: deberías probarte en el equipo de futbol.”

Recuerdo el momento. Elliot se había reído, se había burlado de mí. Había dicho que me pondría a llorar si me tocaban.

Lo pienso un momento. Maldito Elliot. ¿Podré volver a quererlo alguna vez?

Me doy cuenta de que en realidad lo quiero. Pero me lastima que me ignore, que no haga nada para ayudarme.

En el colegio las cosas están cada vez peor entre nosotros. Allí ni siquiera me saluda.

Seguimos jugando con Tyler. No digo ni una palabra y no es necesario que la diga. Jugamos como buenos amigos y nos divertimos. A veces, la vida es más simple sin palabras.

Entonces, escucho la puerta. Elliot y Grace han regresado.

“¿Qué hacen aquí?”, pregunta Elliot disgustado.

Tyler se ríe. Yo lo miro nervioso.

“Necesitaba jugar un rato, el trabajo era demasiado complicado para hacerlo solo.”

Comienzo a sentirme nervioso. Pareciera que me va a entrar un ataque de pánico.

Mi respiración se acelera. No escucho lo que sucede a mi alrededor.

No quiero que Tyler, mi único amigo, el único que me trata como si fuera normal, me vea así.

“Tengo que hacer algo”, les digo y salgo corriendo.

Me encierro en mi habitación.

Miles de imágenes pasan por mi cabeza. ¿Qué estarán diciendo de mí en este momento? ¿Se estarán burlando?

No quiero que venga nadie a preguntarme qué me pasa. No quiero que vengan a decirme que tengo que reflexionar sobre mi actitud.

Quiero tener el control de la maldita situación.

Ese pensamiento se vuelve mágico en mi cabeza. Hay algo que me calma en eso. Si yo controlo, yo soy el dueño de lo que sucede.

Comienzo a darle vueltas a la idea.

¿Cómo puedo hacer para ser yo quien controle las situaciones?

Recuerdo a mi madre. A la verdadera. A la que está muerta. ¿Por qué aparece ella en mi cabeza ahora?

Recuerdo la época en que no tenía nada que comer.

Recuerdo los golpes.

Nunca más quiero que eso vuelva.

¿Puedo olvidarlo?

Por supuesto viene Grace. Como siempre.

“¿Estás bien?”, me pregunta.

“Sí”, le respondo, “tengo que hacer tarea para el colegio”.

Algo funciona de lo que digo porque logro que se vaya sin decir nada. Es fantástico conseguir que eso suceda.

Luego, decido dejar de pensar en todas estas cosas. Y también lo consigo.

Leo un libro con calma.

Un rato después, voy hacia el piano. Ni Elliot, ni Tyler están por ahí.

Tocar el piano sigue siendo la actividad que mejor me hace cuando la tristeza se apodera de mí.

En cada nota que suena siento un acompañamiento a mi alma solitaria.

Tal vez, toda mi vida esté solo. Y el piano sea mi compañía, lo que me conecte al mundo y me desconecte de mi realidad.

Hay algo en el piano que me desdobla. Algo de mí sale de mí.

Puedo verme. Mis ojos están llenos de melancolía.

Las manos avanzan sobre las teclas.

Grace se acerca.

“Oh, Christian, qué bella melodía. Cada día tocas mejor.”

Sus palabras me reconfortan.

Puedo controlar los movimientos de mis manos. Requiere disciplina y entrenamiento. Puedo sentirlo. Cada día lo haré mejor.

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