- Se lo contó por aquí a alguna de las chicas antes de desaparecer. Dejó de venir de repente. A las mujeres se nos suelta la lengua en los salones de belleza. Igual que en los bares. Es una suerte de terapia.

La de ser chismosa es tal vez la cualidad que más detesto en una mujer. La que más daño podría llegar a hacerme. Por eso tengo un contrato, por eso ellas firman un papel, por eso me defiendo. Leila Williams no tendría que haber hablado, nuestro contrato lo prohibía explícitamente. “Cualquier actividad que se desarrolle bajo los términos de este contrato será confidencial y consensuado”. Adivinando mis pensamientos, como siempre, Elena posa una mano tranquilizadora sobre mi brazo.

- No sufras, Leila no era de ésas.

- ¿De ésas? –pregunto en tono casi ansioso.

- De las que rompen los términos del contrato. Estoy segura de que no hablaba de ti pero entiéndelo, era una muchacha joven a punto de casarse. Que yo sepa en el contrato no se especificaba que la sumisa no pudiera hablar de sus futuras relaciones una vez finalizado vuestro acuerdo.

Elena tiene razón. No se trataba de ya de mí, pero la sola idea de que haya podido irse de la lengua me incomoda.

- Vamos, déjalo ya Christian, ahora mismo deberías preocuparte solamente de encontrarla –insiste, viendo mi reacción.

- Welch está en ello –miro el móvil esperando la llamada que no llega.

- Entonces la encontrará. Y ahora parece que tienes otras cosas de las que ocuparte –Elena lanza una mirada a Anastasia.

Sigue hablando con Greta, con el gesto torcido. Parece tensa, cruzada de brazos.

- Tienes razón. Parece que tengo un fuego que apagar –con una palmada en el brazo me despido de ella-. Luego te veo.

- Oh, vamos, ¿no vas a presentarme a tu Anastasia?

- Elena, no fuerces las cosas. Bastante malo es que hayas aparecido en medio del salón.

- ¿Qué problema hay? ¿No se suponía que ella lo sabía todo, que sabía quién eras y de dónde venías? –pregunta.

- Así es, pero mucho me temo que verte haya podido causarle un corte de digestión del desayuno.

- Está bien, como quieras. Pásate luego a despedirte, voy a estar aquí hasta tarde, tengo mis propios incendios en la oficina.

Elena me responde con una sonrisa y vuelve a los despachos. Giro sobre mis talones y atravieso el salón hacia la recepción en dirección a Ana. Miro a las mujeres sentadas en los sillones frente a los altos espejos sobre los que se reflejan sus figuras. Peluqueros y estilistas charlan animadamente con ellas mientras lavan, cortan, peinan y maquillan. Elena estaba en lo cierto, parece más un consultorio múltiple que un salón de belleza. ¿Qué les estarán contando? No entiendo la necesidad de airear la propia vida, de contar a un completo desconocido cosas íntimas, privadas. Todas mis sumisas pasaron por aquí en algún momento, y como mujeres apuesto a que sentían el impulso irrefrenable de contar a su peluquero cualquier chisme. Tendría que haberlo pensado antes.

- ¿Estás bien, Anastasia? –pregunto conociendo de antemano la respuesta, a juzgar por la cólera de sus ojos.

- Pues no, la verdad es que no –dice, muy seria-. ¿Por qué no has querido presentarme?

Entonces comprendo: traerla aquí, a La Esclava, ha sido una torpeza.

- Bueno, yo creía… -idiota, yo creía… me siento un completo imbécil y no encuentro las palabras. No presentarlas no ha sido suficiente, ni siquiera habríamos tenido que venir.

- Para ser un hombre tan brillante Christian –dice con sorna-, a veces no lo pareces. Me gustaría marcharme, por favor. Ahora.

- ¿Pero por qué? Aún no te has cortado el pelo.

- Sabes perfectamente por qué, Christian –alza los ojos al cielo, con cansancio, con resignación.

- No sabía que estaría aquí, Anastasia, lo siento –miento lamentando que la discreción de Elena no hay asido suficiente como para quedarse quietecita en la oficina y esperar a que yo fuera a saludarla cuando Anastasia pasara al salón. Otra mujer curiosa, joder-. Alguno de sus empleados se ha puesto enfermo y ha tenido que venir a sustituirle. Hemos abierto una sucursal nueva en el Bravern Center, y en general está allí supervisándolo todo.

Sin responder, evitando seguir la conversación, da media vuelta y se dirige airada hacia la puerta y yo la sigo, frustrado y contrariado. Greta nos mira sin entender y señala una puerta al fondo del salón de la que sale Franco en ese preciso instante.

- Nos marchamos Greta, no necesitaremos a Franco.

Una vez en la calle caminamos en silencio por la cuarta avenida, dejando correr la ciudad a nuestro alrededor. La tensión corta el aire, y siento que me muevo constantemente por un terreno cenagoso en el que me hundo sin querer a cada paso que doy. Hacer las cosas a mi manera no está resultando bien. Al menos no esta mañana. Había supuesto que entrar en el salón de belleza del brazo de Anastasia, acompañarla, marcaba una diferencia. Y lo ha hecho, pero no para ella. Lo ha hecho para mí, para Greta, para Elena. Ha marcado una diferencia en términos de mi estilo de vida, pero no en el de la relación vainilla que Anastasia quiere.

- ¿Y es aquí donde solías traer a todas tus sumisas? –espeta, bruscamente.

Vuelvo a entender. Habiendo leído el contrato, Anastasia sabe más de cómo funcionaban mis relaciones con las sumisas de lo que yo creo. Cada uno de los puntos que había allí y yo pretendí que firmara era una pista. Y sin querer en menos de veinticuatro horas he intentado someterla a tres de ellos. El entrenador personal, el estilo de vida, el salón de belleza. Querría zafarme de todo esto, pero tengo que contestar.

- Traía a algunas de ellas, sí.

- ¿A Leila Williams también?

- Sí, también a Leila.

Anastasia camina a mi lado dejando una distancia cada vez mayor entre nosotros. Quiero tocarla, quiero agarrarla, tomarla del brazo y acercarme, pero no se deja. Lleva los brazos cruzados sobre el pecho, evitándome. Joder, ¿esto va a ser siempre así? ¿Siempre discutiendo, desencontrándonos? Hay un abismo entre nosotros que tengo que conseguir salvar de alguna manera.

- El local parece totalmente nuevo.

- Lo remodelamos hace unos meses –respondo, sin entender muy bien dónde se dirige la conversación.

- Entiendo. Así que la señora Robinson –marca sonoramente la palabra Robinson, por si no me había quedado claro lo despectivo del sobrenombre- conocía a todas tus sumisas.

- Sí –me veo obligado a responder.

- ¿Y ellas? ¿Conocían ellas tu historia, Christian?

- Ninguna de ellas, Anastasia. Tú eres la única.

- ¡Pero yo no soy tu sumisa! –frena en seco y me reprende.

¡Dios! ¿Otra vez? ¿Es que esto no estaba ya claro?

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1 Comentarios

  1. MARY dice:

    muy bien detallado, el como se sintió Christian,me lo figuraba cunado leí el libro pero ahora lo confirmo con tu excelente relato.

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