Las calles de Portland están vacías un jueves a estas horas. Las ciudades de provincias parecen vaciarse de habitantes cuando cae la noche y, como fantasmas, los rostros acechan detrás de las ventanas iluminadas desde el interior de miles de misteriosas casas en las que cuesta creer que haya vida. Lo que no me cuesta tanto creer ya es que también hay una posibilidad de vida para nosotros, y que puede empezar ahora mismo, aquí, en el camino entre Portland y la interestatal número 5 destino a Seattle.

- Como iba diciendo, Anastasia, tengo una proposición que hacerte.

Anastasia se revuelve nerviosa en el asiento y echa una mirada de reojo a Taylor, que conduce a un metro escaso de nosotros, preocupada por lo que pueda oír.

- Taylor no puede oirte.

Perpleja, me hace un gesto de no entender.

- ¿Cómo?

Divertido, le demuestro mis palabras con un hecho sencillo.

- Taylor –llamo. Pero Taylor no se inmuta. – Taylor. –Nada. Me acerco un poco más y le toco ligeramente el hombro. El coger se vuelve, y se quita un casco de la oreja.

- ¿Sí, señor?

- Nada, muchas gracias Taylor. Sigue a lo tuyo. No pasa nada.

- Señor –dice, y vuelve a colocarse el casco.

- ¿Estás contenta? –pregunto a Anastasia.

- ¿Le has pedido tú que lo hiciera?

- Sí.

Así funcionan las cosas en el universo Grey. Grey dispone, y el mundo obedece. Menos contigo, muchacha rebelde.

- Bien. ¿Y cuál es esa propuesta que tenías que hacerme?

Perfecto. Es el momento de establecer unas bases serias.

- Primero déjame que te haga una pregunta. ¿Tú quieres una relación vainilla convencional, sosa, sin sexo pervertido, ni nada?

- ¿¡Sexo pervertido!? –exclama escandalizada.

- Sexo pervertido –respondo, para que no quede ninguna duda.

- No me puedo creer que hayas dicho eso.

Sigue mirando a Taylor, que conduce impasible, como si aún pensara que puede escucharnos.

- Pues sí, lo he dicho. Y ahora contesta. ¿Es eso lo que quieres?

- A mí me gusta tu perversión sexual.

Vamos bien. Es lo que me imaginaba. Lo que sabía, más bien, porque la he visto estar ahí, en medio del sexo pervertido, disfrutando. Oh, sí, disfrutando, y mucho.

- Eso me parecía. Bien. Entonces, ¿qué es lo que no te gusta?

Anastasia se pone seria, y antes de contestar deja que sus ojos vaguen a través de las luces de la autopista, que pasan monótonas a nuestro alrededor.

- La amenaza de un castigo cruel e inmoral, eso es lo que no me gusta.

- ¿Y eso que quiere decir? –olvidó la palabra de seguridad, estoy seguro de que no tiene muy claro de que hablamos cuando hablamos de sexo pervertido.

- Bueno, es que tú, tienes todas esas varas y fustas y esas cosas en tu cuarto de juegos que me dan un miedo espantoso. Yo no quiero que uses esas cosas conmigo.

- Bien, entonces, nada de fustas, ni varas. Ni cinturones –añado, recordando muestra última noche y decidido a dejar sentadas de una vez por todas las bases de una relación basada en el entendimiento mutuo entre los dos. No quiero que lo olvide, no quiero que pase por alto que es un juego y que, como tal tiene reglas. Y que las reglas están para usarlas, para seguirlas.

- ¿Estás intentando redefinir los límites de la dureza? – me pregunta. Sé que está pensando en la lista que contenía el contrato que nunca firmó. Pero no se trata de eso.

- En absoluto Anastasia, sólo intento entenderte. Tener una idea más clara de lo que te gusta o no.

Sorprendentemente, y después de lo que pasó la última vez, la conversación fluye. Por fin nos estamos sincerando los dos, y eso me da casi tanta seguridad como saber que los términos de un contrato de negocios van a cumplirse.

- Fundamentalmente, Christian, lo que no consigo aceptar es que disfrutes haciéndome daño, provocándome dolor. Y sobre todo pensar que lo harás porque has decidido que he traspasado una línea arbitraria.

- Pero no es una línea arbitraria Anastasia, está bien definida. Hay una serie de normas escritas.

- Yo no quiero una lista de normas.

Ya estamos. Parece que soy yo el que impone los límites, pero cada vez que tenemos una conversación profunda tengo la sensación de que es ella la que los decide.

- ¿Ninguna norma?

- No. Nada de normas.

Al otro lado del asiento, Anastasia parece lejanísima, imponiéndome sus condiciones. Una fría mujer de negocios que no está dispuesta a transigir. Y nada puede motivarme más que una negociación dura con una mujer bella.

- Pero, ¿no te importa si te doy unos azotes?

- Depende. ¿Unos azotes con qué?

Levanto la mano, con lentitud, con cariño.

- Con esto.

- No, la verdad es que así no me importa. Sobre todo si es con esas bolas de plata… -su voz se tiñe de timidez. Yo también recuerdo las bolas de plata…

- Sí, aquello estuvo muy bien.

- Más que bien –susurra, y en su voz adivino el deseo que se enciende, igual que el mío, al recordar el furor con el que nos poseíamos.

- O sea –no quiero perder el hilo, ahora que vamos tan bien. Ya habrá tiempo para el sexo cuando acabemos de hablar-, que eres capaz de soportar cierto grado de dolor.

- Supongo que sí –se encoge de hombros en la penumbra del coche.

Es el momento. Pregunta respondida. Sí le gusta, sí disfruta, mis perversiones no son el problema. Lo es la confianza, y tal vez los instrumentos. No yo, no nosotros. No los azotes. Ahí va la proposición.

- Anastasia, quiero que volvamos a empezar desde el principio –le doy unos segundos para que me mire, quiero que me mire en el fondo de los ojos cuando le diga esto. Quiero que la confianza y la comunicación empiecen aquí y ahora, y nunca más se marchen-. Quiero pasar de nuevo por la fase vainilla contigo y luego, cuando confíes plenamente en mí y yo confíe en que tú serás sincera y te comunicarás conmigo –y utilizarás las palabras de seguridad-, quizá podamos ir a más y hacer algunas de las cosas que a mí me gusta hacer.

Su silueta es todo lo que puedo ver con claridad. De vez en cuando, aquí y allá, los haces de las farolas de la autopista arrojan sobre ella luces blancas, gracias a las que puedo ver que me mira. Me mira, en silencio. Sin decir nada. Pensando. Valorando, y sopesando. Y yo respeto su silencio, dejándola hacer.

- ¿Y los castigos? – me pregunta al fin.

- Nada de castigos –no nena, nada que te asuste y te vuelva a alejar de mí-. Ni un solo castigo. Nunca.

- ¿Y qué hay de las normas?

- Tampoco. Ninguna norma.

- ¿Ninguna? –pregunta incrédula-. Pero tú necesitas ciertas cosas.

- Te necesito más a ti, Anastasia. Estos últimos días han sido un auténtico infierno. Todos mis instintos me dicen que te deje marchar, que no te merezco.

Anastasia es una mujer de carne y hueso, llena de sentimientos, y se ha abierto a mí haciendo que, a mi vez, yo me abra a ella como nunca lo había hecho. Necesito eso más que cualquier norma. Eso podría ser mi norma. Eso es, de hecho, mi única norma: no perderla.

Si te ha gustado, compártelo!
FacebookTwitterGoogle+

Recibe los capítulos directamente en tu buzón

 

4 Comentarios

  1. rosafermu dice:

    Una charla interesante en la que impone sus normas, sin darse cuenta, Anastasia y Christian cede con tal de no perderla. Bien definido, bien narrado, y como siempre, se nos hace corto. Gracias

  2. GINA L.C. dice:

    BRAVO!!!!!!Totalmente de acuerdo contigo rosafermu

  3. patricia franco dice:

    todos lo que leido me encanta una historia hermosa y facinante

  4. stella maris dice:

    maravillosamente contado, como siempre. felicidades!!!

Deja un comentario