El botones acaba de marcharse después de dejarnos el desayuno especial de la casa en una bandeja tan horrible como todo en este hotel. Por lo menos los productos son de primerísima calidad, y además tenían el té favorito de Anastasia. La bandeja reposa en la mesita, junto a su ropa doblada, lista para irnos. Con cariño y nostalgia pienso en la primera noche que pasamos juntos, en el Heathmann, parece que ha pasado una eternidad desde entonces. ¿Éramos los mismos? Sin duda lo éramos, aunque no lo seamos. Aquella noche tampoco dormí mucho. No paré de observar a Ana, la forma en que su silueta se dibujaba bajo las sábanas, igual que ahora. Con una respiración igualmente pesada. Oh, Ana, sí que hemos cambiado. Tú me has cambiado.

Coloco unos boxers míos junto a sus tejanos, con una sonrisa. Tampoco será esta la primera vez que lleve mi ropa interior. Me da cierta sensación de pertenencia, cubrir sus partes más íntimas con mis calzoncillos.

Por fin se levanta, majestuosa en su desnudez; me resulta tan difícil resistirme a ella que me ausento del dormitorio, con la excusa de dejar que se arregle. En la salita, le sirvo un té y retiro la cubierta de los platos dejando a la vista el suculento desayuno que, conociéndola, no querrá probar. Pero yo sí: los huevos revueltos son un sueño, y la mermelada de frambuesa sobre las tostadas de queso fresco, insuperable.

Me asomo a la ventana para ver cómo la neblina que cubre el río Savannah como una manta esponjosa se empieza a disolver a medida que el alba se acerca. Los amaneceres cerca del agua tienen ese efecto sedante, esa suavidad que recuerda el fácil interacción de los elementos en el medio natural. Ojalá fuera así entre las personas también. Ojalá fuera así entre Ana y yo. En medio de otra penumbra, la del baño, la del baño vistiendo algo más que una pícara sonrisa.

- Ven aquí Anastasia. El desayuno está listo.

- No tengo apetito Christian, ¿te parece bien que me lleve algo para comérmelo luego?

- Ana –bajo la voz y la reprendo casi en un susurro. Me saca de quicio, sabe que tiene que comer.- por favor, toma algo.

- ¿Un té? Y me llevaré un cruasán para luego. ¿De acuerdo?

- Está bien.

Sopla la taza humeante y envuelve en una servilleta el cruasán. Con un gesto jocoso me mira mientras se lo guarda.

- En serio señor Grey, a veces me dan ganas de ponerle los ojos en blanco.

Nada me gustaría más, pero, ¿no podría simplemente hacer lo que le digo, sin discutir cada una de mis decisiones? Haciendo un esfuerzo para mantenerme serio le replico:

- Será un placer, no se corte, señorita Steele. Es una forma estupenda de empezar el día.

- ¡Estoy segura de que eso me espabilaría! -¿indiferencia? ¿es eso lo que he notado en su voz?

- Lo dejaremos para otro momento. No quiero disgustarte tan temprano. Acábate el té, por favor, y vámonos, que no quiero que se nos haga tarde.

Recuerdo repentinamente el por qué de haberla sacado tan temprano de la cama y mi malestar por su rebeldía desaparece, igual que la bruma que se desvanece sobre el río a medida que la claridad asoma por el horizonte.

Salimos de la mano atravesando el lobby casi desierto del hotel. A estas horas apenas hay movimiento en los hoteles, es ese raro momento en el que los cocineros ya han entrado a trabajar y los recepcionistas de la noche aún no han acabado su turno, por lo que no se mueve un alma. Aún así, los pocos trabajadores que nos cruzamos nos lanzan una mirada en la que se adivina la envidia. Sonrío. Es normal que nos envidien. No todo el mundo puede ser quien soy, ni llevar a una mujer como ésta de la mano. Y eso que lleva una sudadera mía y del bolsillo a lo marsupio abultado asoma la servilleta en la que ha envuelto su desayuno. Como diría mi amiga Elena: Querido, estás irreconocible.

Una vez en la calle el aparcacoches me tiende la mano de mi deportivo descapotable. Anastasia lo mira exultante, y yo apruebo su reacción. Era la que buscaba. Temo que un día pueda acostumbrarse a este lujo que me rodea y del que quiero rodearla a ella también, así que me cuanto más pueda disfrutar de la sorpresa que le provoca ahora, mejor.

- ¿No te parezca estupendo que sea Christian Grey?

Por respuesta Ana me regala una sonrisa que ilumina más que el mismo sol que vamos a perseguir.

- ¿No vas a decirme dónde vamos?

- Es una sorpresa.

Con destreza acciono el gps para programar la dirección del campo de vuelo y configuro el dispositivo que sincroniza la música de mi ipod con la radio del coche. Inmediatamente los acordes de la obra maestra de Verdi inundan la madrugada.

- ¿Qué está sonando, Christian?

- La Traviata, de Verdi. ¿La conoces? –por el modo en el que sea acurruca en el asiento de piel adivino que es de su agrado.

- No, bueno, he oído hablar de ella, claro. ¿Qué quiere decir?

- La descarriada. Seguro que conoces La dama de las camelias, de Alejandro Dumas. El libreto está basado en esa historia.

Me callo, me doy cuenta de que estoy entrando en un terreno pantanoso. Probablemente Ansatasia conoce la obra de Dumas y en ella se reflejan muchos de los temas espinosos entre nosotros: perjuicios, rechazo social, celos, venganza. Y muerte.

- Sí, la conozco. La desgraciada cortesana –Murmura, haciéndose más pequeña en su asiento. Mierda, Christian, qué torpe eres.

- Pon algo más animado si quieres, esto es un poco triste para estas horas de la mañana. Está sonando desde mi iPod, mira, cambia desde aquí –toco la pantalla que hay en el salpicadero para mostrarle cómo acceder al menú de reproducción.

Salvado por los pelos. Tomo nota mental de tener un poco más de cuidado con lo que digo y cómo lo digo, porque no quiero asustar a Ana. Es tan agradable compartir mi tiempo con ella.

- ¿Toxic? –esto sí que no me lo esperaba.

- ¿Acaso te sorprende? No veo por qué.

Ana no deja de fascinarme: mientras intentaba recordarme a mí mismo que tendría que ser más cauto con las cosas que digo, ella va y selecciona Toxic, el estandarte del amor dañino, de las caídas peligrosas.

- No fui yo quien puso esa canción en la lista de reproducción.

- ¿Ah no? –me mira atónita.

- No, fue Leila –trato de mantener la serenidad pero creo que me estoy volviendo al terreno peligroso.

- ¿Y se puede saber quién es Leila?

- No es nadie Anastasia, es sólo una ex. Es historia ya.

- ¿Con eso quieres decir que es una de las quince con las que has tenido una relación? –su tono ha vuelto a endurecerse.

- Sí –respondo sencillamente. ¡Mierda Christian! Me esfuerzo por parecer alegre, tal vez si yo no le doy importancia a esto ella tampoco.

- ¿Y qué fue lo que pasó?

- Se terminó.

- Pero, ¿por qué?

- Quiso más de lo que yo quería –es mi oportunidad de que las aguas vuelvan a su cauce- y yo no. Nunca he querido más hasta que llegaste a mi vida.